Lisboa



LISBOA

artículo publicado en la revista mexicana GeoMundo (Dic 95)

Manuel Velasco


Hubo una época en que Lisboa fue la metrópolis de un imperio repartido por todos los continentes. El tiempo ha pasado, pero, aunque cada capítulo de la historia nos recuerda lo efímero de la mayoría de las acciones humanas, aun persiste en la ciudad cierto deje de altivez y cierta nostalgia por aquel período de grandes proyectos y esforzados hombres. El ineludible cambio ha sido lento y hasta doloroso a veces, pero ninguna ciudad viva puede pretender ser una especie de Peter Pan que se empeñe en perpetuar las gloriosas circunstancias de una época colonial ya definitivamente perdida.

Y tal vez sea debido a esa profunda onda nostálgica por lo que Lisboa aún no se ha entregado a la tremenda vorágine que la modernidad ha impuesto a otras ciudades europeas. Aparentemente, sólo los ligeros aspavientos del puente 25 de Diciembre, el elevador de Santa Justa o las torres de Amoreiras rompen la imagen de aquella ciudad renacentista, sin que lleguen nunca a anular la fuerte personalidad que irradia cada calle, cada plaza o cada parque lisboeta.

El castillo de San Jorge, que fue el núcleo originario de la ciudad, es el mejor lugar para contemplar Lisboa en toda su extensión. Conviene ir varias veces y a distintas horas para contemplar desde sus almenas árabes el efecto que producen los distintos cambios de la luz sobre la panorámica de la ciudad. Lisboa entera compartida por la tierra, el mar y el cielo, desde los viejos tejados de las casas cercanas hasta las desafiantes alturas de hierro y cristal que se divisan en la lejanía.

El río Tajo (aquí convertido en Tejo), recorre tranquilo y majestuoso sus últimos metros antes de entregarse al océano. En la otra orilla se encuentra Cacilhas, a la sombra y amparo de Cristo Rey -una versión del Pan de Azúcar, de Río de Janeiro-, desde donde salen los autobuses para las playas de Caparica o hacia los bonitos pueblos marineros de más al sur, como Sesimbra o Setubal. El viaje de regreso a Lisboa es especialmente cautivador cuando, bajo el crepúsculo, la ciudad se sumerge en un mágico claroscuro y las últimas luces se reflejan, rojizas y tenues, a lo lejos, sobre la superficie acristalada de Amoreiras, que, en la perspectiva que da la distancia, parece competir frente a frente con las blancas cúpulas iluminadas de la basílica de la Estrella.

Durante las horas punta, en los transbordadores -llamados cacilheiros- se produce un tumultuoso trasiego de trabajadores entre la capital y las ciudades dormitorio del otro lado del río. Estos trabajadores tienen la suerte de hacer sus rutinarios viajes ante el espectáculo fascinante e inigualable de la salida o la puesta de sol sobre las aguas del estuario, en un panorama tan hermoso y tan distinto al que tienen que afrontar otros compañeros menos afortunados, que van y vienen a través del frío mundo subterráneo del metro o la gris perspectiva de una carretera atestada de vehículos. Los más afortunados contarán además con el acompañamiento musical de un viejo acordeonista ciego que desgrana sus canciones ayudado a la armónica por su lazarillo.

A la hora de comer, puede ser algo complicado encontrar un lugar donde hacerlo. Y no es porque haya pocos restaurante, que los hay en cantidad, si no porque suelen ser pequeños y se llenan enseguida. Pero una vez conseguida la mesa, la recompensa justifica la espera. Y no hay que darle demasiada importancia a la categoría que ostente el restaurante; en cualquiera de ellos, la comida será buena, en raciones abundantes y con elementos frescos y sencillos. A recomendar el bacalao en sus múltiples variedades (según dicen, 365 distintas, una para cada día del año). El vino puede pedirse por cuatro colores: tinto, rosado, claro y verde. Como postre, puede probarse alguno de los dulces a que tan aficionados son los portugueses, como los doces de ovos hechos básicamente de yema de huevo, azúcar y canela, y que, debido a su tradición monacal, llevan nombres como tocino de cielo, barriga de monja o mejillas de ángel.

Posiblemente, los restaurantes más típicos sean los de Alfama, el viejo barrio marinero, donde asan el pescado en la calle y lo sirven en minúsculos comedores donde apenas caben unas pocas mesas. Para llegar hasta allí, hay que acudir bien dispuesto para subir y bajar callejuelas estrechas, empinadas y sinuosas, en una especie de laberinto adornado con macetas y ropa puesta a secar, donde no importa demasiado perderse plácidamente durante unas horas, sobre todo si la visita coincide con alguna de las fiestas populares que allí se celebran al aire libre, con olor a sardinas asadas, regadas con los vinos de la tierra y acompañadas por el desgarrado canto de los fados que salen del corazón. Estas canciones típicamente portuguesas requieren penumbra y silencio en los lugares donde las interpretan y los textos suelen estar cargados de nostalgia y de desamor.

Si es martes o sábado, la visita a Alfama puede extenderse hasta el cercano Campo de Santa Clara donde se instala la feria de ladra (mercado de los ladrones), mercadillo con nombre capcioso que en su tiempo hacía referencia al dudoso origen de las mercancías allí expuestas. Independientemente de los deseos que se tengan de preguntar, regatear y tal vez comprar, puede disfrutarse del habitual bullicio y colorido de este tipo de lugares. Aunque cualquier día es bueno para que Lisboa se constituya en un perfecto mercado para los vendedores callejeros, donde cientos de ellos ofrecen a voces su mercancía (lotería, pescado, hortalizas, artesanía, flores), sin olvidar a los típicos castañeros con su carritos de horno humeante.

La caída de la tarde es un momento ideal para visitar alguno de los cafés, como Nicola o A brasileira, lugares tradicionales de artistas y tertulias. A la puerta de este último, la estatua en bronce de Fernando Pessoa (el poeta que más amó a Lisboa), a tamaño natural y sentado en una silla, parece contemplar con expresión imperturbable y escéptica a los turistas que se hacen la inevitable foto-recuerdo a su lado.

Cerca de allí, las obras de reconstrucción del Chiado, el barrio lisboeta más entrañable, prosiguen con lentitud después de los años transcurridos desde su incendio. La mayoría de los trabajadores son de color. Y es que hay aquí miles de portugueses nacidos en Cabo Verde, Mozambique, Timor o cualquiera de las antiguas colonias, que llegaron huyendo de la guerra o simplemente porque eligieron vivir en la metrópoli ante la incertidumbre del nuevo rumbo de su tierra natal tras la independencia. No faltan voces aisladas de carácter racista, pero no parece ser este un problema considerable entre un pueblo tradicionalmente tolerante.

Hay dos símbolos artesanales que representan una de las imágenes más características de Lisboa y que se han quedado un tanto rezagadas en su uso. Por un lado, los azulejos, cubriendo paredes y muros de palacios, iglesias o jardines, cuyas temáticas, colores y formas fueron transformándose con el tiempo, dependiendo al principio de influencias foráneas hasta conseguir su propio estilo en la época de mayor cosmopolitismo. Es por eso que su visión actual constituye un repaso por la historia, costumbres y gustos de cada época, algo así como asistir a una crónica de Portugal a través de sus azulejos.

Y si este símbolo se encuentra sobre las paredes, el otro está bajo los pies, en las plazas y calles principales: El arte de los calceteiros que, combinando con destreza trozos blancos y negros de piedra calcárea, forman las características figuras que pavimentan tantas calles de Portugal y de las antiguas y actuales colonias, desde Brasil hasta Macao. En otros tiempos, fueron los presos quienes pavimentaron la plaza del Rossio intentando reproducir las ondulaciones del mar.

Además de los diversos museos e iglesias, muy abundantes en Lisboa, el visitante no debe perderse la Estufa fría. Es este un espacio verde, relajado y agradable, lleno de exóticas plantas llegadas desde los más diversos lugares del antiguo imperio. Aquí se experimenta la sensación de encontrarse en medio de un bosque tropical aderezado con algún toque humano en forma de puentes o estatuas. El techo está cubierto por un enrejado de tablillas de madera que permiten la ventilación sin que entren los rayos solares. Algunas plantas han crecido tanto que sus extremos sobresalen por este techo como buscando un aire distinto al habitual, aunque el que encuentren sea más sucio y enrarecido, de igual forma que algunas personas cambian de lugar y forma de vida y no siempre para mejorar.

Un poco alejados del centro encontramos tres monumentos muy representativos de Lisboa. El monasterio de los Jerónimos, de estilo manuelino (este estilo se caracteriza por el uso de la piedra, con profusa decoración a base de elementos marítimos y heráldicos; su nombre se debe al rey Manuel I), donde se encuentran enterrados dos grandes héroes nacionales: el navegante Vasco de Gama y el escritor Luis de Camoes. La torre de Belém, lugar desde el cual partían los barcos hacia sus exploraciones por todos los mares del mundo. Y el monumento de los Descubrimientos, homenaje reciente a los hombres que dieron lugar al gran imperio.

Y así Lisboa, donde es posible la convivencia entre las tiendas familiares y oscuras frente a los grandes centros comerciales, prosigue su camino hacia el futuro, intentando día a día el precario equilibrio entre costumbrismo y progreso, sin que el uno impida el necesario desarrollo y el otro la convierta en una ciudad despersonalizada.

UN PASEO EN LINEA RECTA

Lisboa es una ciudad donde resulta muy agradable pasear. Como muestra, valga esta proposición que comienza en la plaza del Comercio, al lado del río Tajo. Esta es una amplia plaza cuadrada, presidida por la estatua ecuestre del rey Don José I, donde se encuentra el impresionante edificio del Ayuntamiento. Pasamos bajo el Arco del Triunfo y encontramos tres calles peatonales (Augusta, Prata y Franqueiros) que discurren paralelas hacia el centro de Lisboa. Esta es la clásica zona comercial de la ciudad, habitualmente llena de transeúntes y turistas; procurar evitar las horas de entrada y salida de las innumerables oficinas de esta zona, que pueden llegar a hacer el paseo agobiante. Antes de llegar al final de estas calles, encontramos a la izquierda la metálica estructura del elevador de Santa Justa, construido para salvar el gran desnivel existente entre dos zonas de Lisboa y que también sirve como mirador desde contremplar una buena panorámica.

Continuando el paseo, llegamos al centro popular de la ciudad, la plaza de Don Pedro IV, llamada normalmente del Rossio. Aquí se celebraron corridas de toros y ejecuciones públicas, pero ahora está siempre muy concurrida por todo tipo de gentes y dispone de tiendas, hoteles, cafeterías y hasta la curiosa estación de ferrocarril, con unas interesantes puertas de estilo manuelino en forma de herradura; para llegar a los andenes hay que subir varios tramos de escaleras automáticas por las misma razón que existe el elevador de Santa Justa.

Tras pasar por la plaza de Restauradores, llegamos a la avenida de la Libertad, un bulevar de noventa metros de ancho y kilómetro y medio de largo, flanqueada a ambos lados por árboles, jardines, estatuas y estanques, además de teatros, cines o cafeterías con terrazas al aire libre. Por fin, llegamos a la plaza del Marqués de Pombal, también llamada Rotonda, con el monumento dedicado a este popular estadista que reconstruyó Lisboa, sobre todo la zona que estamos recorriendo, tras el gran terremoto que la asoló a mediados del siglo XVIII. En esta plaza convergen cinco avenidas, pero continuamos hacia adelante y hacia arriba por el parque de Eduardo VII, que conmemora la visita de este monarca inglés a Lisboa a principios de siglo. Desde el mirador superior podemos contemplar los jardines de este parque con sus setos recortados geométricamente y tras ellos un perfecto panorama de todo este recorrido con el puerto al fondo.

artículo publicado en Geomundo/1995
© Manuel Velasco

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